viernes, 3 de julio de 2009

Rescoldos de una ciencia milenaria



Rescoldos de una ciencia milenaria


“Yo no creo en brujas, pero…


-Así comenzaba otro de sus relatos el mono Rosales-


Habíamos terminado de reparar los bretes y, para aprovechar las horas de luz, me puse a blanquear el brocal del pozo. En esa tarea estaba, cuando sentí en el brazo que sostenía la brocha, el cosquilleo producido por la presencia de un insignificante arácnido que pude ver por un
breve instante antes de que desapareciera entre las grietas de las piedras.


Al otro día tenía la piel enrojecida y un salpullido que me producía inocultable molestia.


Había oído hablar de los misteriosos métodos de cura que tenía una inmigrante italiana llamada Adriana, a quien la gente de campo acudía para librarse de “una ligadura”, “un empacho”, “mal de ojos”, entre otros males, y la mayor fama se la había ganado por haber curado a un extranjero del
“aire del café”.


Aunque siempre había tomado como poco serias estas aseveraciones, como los emplastos con hojas de parra, ni los vendajes con agua fría, que me había puesto durante la noche, me aliviaban el dolor, y, por el contrario, éste era más intenso, fui a ver a la italiana.


Sentado a la sombra del rancho de paja y terrón, esperé mi turno al igual que otros concurrentes, uno de los cuales me impresionó grandemente por tener un bulto del tamaño de un huevo de codorniz en
una mejilla.



Cuando el sol tocaba el horizonte por detrás de los cerros próximos, la “Médica”, como la llamaban en la zona, me hizo pasar y luego, para mi julepe, tomó un hacha “sin pecar”, según ella decía y sin que yo entendiera para qué, (yo pensaba en los reos que habían sido ejecutados por el verdugo antes de María Antonieta) me condujo al patio trasero. Allí, poniéndome de cara al sol, me preguntaba con voz de bronquios abarrotados de nicotina: -¿qué corto?- y yo debía responder: cobrero bravo. Entonces ella respondía: le corto la cabeza y le corto el rabo,- mientras dejaba caer terrible hachazo en el suelo
de tierra negra y luego se repetía la pregunta y yo sudando le respondía con voz temblorosa y entrecortada: cobrero bravo.


Cuando la ceremonia terminó, en el suelo habían tres cruces perfectas dibujadas a hachazo limpio y yo tenía la bombacha
nueva mojada entre las piernas.


Para completar el tratamiento me alcanzó un ungüento que debía pasarme en la zona afectada tres veces durante tres días sin saltear ni uno.


A la semana siguiente, un hermoso día primaveral, concurrí bien tempano. Esta vez para obsequiarle una bonita sombrilla china como testimonio de mi agradecimiento.


Y terminó el Mono: que las hay, las hay.


S.E.Giménez







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