lunes, 3 de agosto de 2009

Padilladas



Padilladas


María Concepción, más conocida por “La Padilla”, fue un personaje de nuestro Tacuarembó, difícil de no ser recordada por quienes la conocimos.


Sobre ella se ha escrito bastante y probablemente siempre alguien (como en este caso), tendrá anécdotas para agregar al largo rosario que ya hay.


Para quienes no saben de quien se trata diré que proveniente de Brasil había llegado a estos parajes alrededor de 1870 y tantos.


Habría estado en campos de Masoller cuando la muerte del general Aparicio Saravia, junto a su marido que había caído prisionero de una patrulla revolucionaria. Allí también estuvieron los hermanos Giménez, con los cuales habría tenido cierto trato amistoso.


Cierto día en que yo acompañaba a mi abuela Bernardina al comercio de Moroy, en la esquina donde está actualmente el bar “El Gamo”, la conocí en situación poco feliz para mí que era un flacucho de seis o siete
años.


Era en época de elecciones.


Los muros de la ciudad estaban cubiertos de propaganda política y yo me entretenía desprendiendo carteles del partido colorado.


De pronto un personaje extraño y poco amistoso se me acercó tomándome por sorpresa en mi travesura, alzando un garrote que usaba a modo de bastón y a punto estaba de asestarme con él cuando mi abuela la frenó llamándole por su nombre de pila, haciéndole saber quien era. Entonces lo que antes fue furia hacia mí, se transformó en una muestra de cariño y simpatía, característica tal vez de la otra Padilla, la que cobijaba a niños desamparados como si fueran hijos propios.


Calmada la furia de aquel ser y extraño pude saber por mi abuela quien era y que en una ocasión había estado a punto de perecer ahogada al caer ebria en una cantera de cantos rodados abandonada que la lluvia había llenado convirtiéndola en trampa mortal. El milagro de su salvación tenía nombre y apellido. Fructuoso Giménez. A partir de entonces La Padilla, agradecida, sentía respeto por ese apellido.


Cuando las inundaciones del año 1959, algunos artículos de primera necesidad escasearon y debieron ser racionados de forma estricta, tal el caso del azúcar.


Los comercios entregaban cuarto quilogramo por cliente y como caso excepcional se podía adquirir un quilogramo en algún mayorista luego de una larga cola.


Esto ocurrió en oportunidad que La Padilla, como muchos, hizo la cola en el conocido comercio Casa Testa. Al llegar al mostrador el joven que atendía le hizo saber amablemente que no quedaba más azúcar pues se había agotado el stock disponible para ese día.


La furia y el descontrol afloraron en la otrora miliciana quien emprendió feroz persecución del joven que para esquivar el bastón vengador de “la ofensa”, (que se alzaba como un sable en manos expertas), se parapetaba detrás de mostrador y estanterías, haciendo caso omiso al gerente que lo amenazaba con la pérdida de su trabajo.

Al cabo de cierto tiempo la persecución cesó y la perseguidora, algo agitada y no muy calma, derribó una pila de mercaderías envasadas y sobre ellas hizo sus necesidades sin que nadie se atreviera a intervenir.

Santos Giménez

P.D. (La anécdota fue narrada por un testigo presencial que aún vive)



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